sábado, 31 de outubro de 2015

No 31. Cartas de Amor aos Mortos. Ava Dellaira. «Mas a questão é que May era linda; tinha aquele tipo de beleza que marca as pessoas. O seu cabelo era sedoso e ela parecia pertencer a um mundo melhor, então a roupa fazia sentido»

jdact e cortesia de wikipedia

«Querido Kurt Cobain
Hoje a sra. Buster passou a nossa primeira tarefa de inglês: escrever uma carta para uma pessoa que já morreu. Como se a carta pudesse chegar ao céu ou a uma agência de correio dos fantasmas. Acho que ela queria que a gente escrevesse para um ex-presidente ou alguém do tipo, mas preciso conversar com alguém. Eu não poderia conversar com um presidente. Mas posso conversar com você. Gostaria que você me dissesse onde está e por que foi embora. Você era o músico favorito da minha irmã, May. Desde que ela morreu, tem sido difícil ser eu mesma, porque não sei exactamente quem sou. Mas, agora que estou no ensino médio, preciso descobrir depressa. Ou então vou me dar muito mal. As únicas coisas que sei sobre o ensino médio aprendi com May. No meu primeiro dia, fui até ao guarda-roupa dela e encontrei a roupa que ela usou no primeiro dia dela, uma saia plissada e um suéter de caxemira rosa e costurou o símbolo do Nirvana, a carinha com X nos olhos. Mas a questão é que May era linda; tinha aquele tipo de beleza que marca as pessoas. O seu cabelo era sedoso e ela parecia pertencer a um mundo melhor, então a roupa fazia sentido. Eu a vesti e fiquei olhando-me no espelho dela, tentando sentir que pertencia a algum mundo, mas, na verdade, parecia que eu estava fantasiada. Então pus minha roupa preferida do fundamental, um macacão jeans com uma camiseta de manga comprida e brincos de argola. Quando pisei no corredor do colégio West Mesa, senti imediatamente que tinha sido um erro. Em seguida, descobri que não se deve levar almoço de casa para a escola. O certo é comprar pizza e um pacote de bolachas recheadas, ou então nem comer. Minha tia Amy, com quem moro semana sim, semana não, faz sanduíches de alface com maionese no pão de hambúrguer, porque era o que gostávamos de comer, May e eu, quando éramos pequenas. Antes eu tinha uma família normal. Quer dizer, não era perfeita, mas éramos minha mãe, meu pai, May e eu. Parece que já faz tanto tempo. Mas a tia Amy está-se esforçando muito e gosta tanto de preparar os sanduíches que não consigo explicar que não são para o ensino médio. Então entro na casa-de-banho feminino, como o sanduíche o mais rápido que posso e coloco o embrulho no lixo. Faz uma semana que as aulas começaram, e ainda não conheço ninguém. As colegas da minha antiga escola foram para o colégio Sandia, onde May estudava. Eu não queria ninguém sentindo pena de mim nem fazendo perguntas que eu não saberia responder, então fui para West Mesa, que fica no bairro da tia Amy. Um recomeço, acho. Como não quero passar os quarenta e três minutos de almoço na casa-de-banho, quando termino a sanduíche, vou para o pátio e sento-me perto da cerca. Fico invisível e só observo. As folhas das árvores estão começando a cair, mas o ar ainda está tão denso que mal dá para respirar. Gosto de observar um garoto em especial, que descobri, chama-se Sky. Ele sempre usa jaqueta de couro, mesmo que o verão mal tenha terminado. Quando olho para Sky lembro que o ar não é apenas algo que existe, mas que se respira. Mesmo que esteja do outro lado do pátio, consigo ver o peito dele se movendo.
Não sei por quê, mas, nesse lugar cheio de desconhecidos, fico feliz que Sky e eu estejamos respirando o mesmo ar. O mesmo ar que você respirou. O mesmo ar que May respirou. Às vezes as suas músicas dão a impressão de que existia muita coisa dentro de ti. Talvez nem tenha conseguido colocar tudo para fora. Talvez tenha sido por isso que morreu. Como se tivesse implodido. Acho que não estou fazendo a tarefa direito. Talvez eu tente de novo mais tarde. Beijos, Laurel». In Ava Dellaira, Cartas de Amor aos Mortos, tradução de Alyne Azuma, Editora Seguinte (o Selo Jovem da Companhia das Letras), 2014, ISBN 978-856-576-541-1.

Cortesia da ESeguinte/JDACT

A Corregedora no 31. Leopoldo Alas (Clarín). « Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con estas galas la inefable elegância…»

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«La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos de una enorme botella de champaña. -Mejor era contemplarla en clara noche de luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus pies. Bismarck, un pillo ilustre de Vetusta, llamado con tal apodo entre los de su clase, no se sabe por qué, empuñaba el sobado cordel atado al badajo formidable de la Wamba, la gran campana que llamaba a coro a los muy venerables canónigos, cabildo catedral de preeminentes calidades y privilegios. Bismarck era de oficio delantero de diligencia, era de la tralla, era do chicote, según en Vetusta se llamaba a los de su condición; pero sus aficiones le llevaban a los campanarios; y por delegación de Celedonio, hombre de iglesia, acólito en funciones de campanero, aunque tampoco en propiedad, el ilustre diplomático de la tralla, do chicote, disfrutaba algunos días la honra de despertar al venerando cabildo de su beatífica siesta, convocándole a los rezos y cánticos de su peculiar incumbencia.
El delantero, ordinariamente bromista, alegre y revoltoso, manejaba el badajo de la Wamba con una seriedad de arúspice de buena fe. Cuando posaba, batia, para la hora del coro -así se decía- Bismarck sentía en sí algo de la dignidad y la responsabilidad de un reloj. Celedonio ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída, estaba asomado a una ventana, caballero en ella, y escupía con desdén y por el colmillo a la plazuela; y si se le antojaba disparaba chinitas sobre algún raro transeúnte que le parecia del tamaño y de la importancia de un ratoncillo. Aquella altura se les subía a la cabeza a los pilluelos y les inspiraba un profundo desprecio de las cosas terrenas. Mia tú, Chiripa, Sortalhudo, que dice que pué más que yo! -dijo el monaguillo, casi escupiendo las palabras; y disparó media patata asada y podrida a la calle apuntando a un canónigo, pero seguro de no tocarle. Qué ha de poder!,respondió Bismarck, que en el campanario adulaba a Celedonio y en la calle le trataba a puntapiés y le arrancaba a viva fuerza las llaves para subir a tocar las oraciones-. Tú pués más que toos los delanteros, menos yo. Porque tú echas la zancadilla, mainate, y eres más grande… Mia, chico, quiés que l'atice al señor Magistral que entra ahora? Le conoces tú desde ahí? Claro, bobo; le conozco en el menear los manteos. Mia, ven acá. No ves cómo al andar le salen pa tras y pa lante? Es por la fachenda que se me gasta. Ya lo decía el señor Custodio el beneficiao a don Pedro el campanero el otro día: Ese don Fermín tié más orgullo que don Rodrigo en la horca», y don Pedro se reía; y verás, el otro dijo después, cuando ya había pasao don Fermín: «¡Anda, anda, buen mozo, que bien se te conoce el colorete! Qué te paece, chico? Se pinta la cara. Bismarck negó lo de la pintura. Era que don Custodio tenía envidia. Si Bismarck fuera canónigo y dinidad (creía que lo era el Magistral) en vez de ser delantero, con un mote sacao de las cajas de cerillas, se daría más tono que un zagal. Pues, claro. Y si fuese campanero, el de verdad, vamos don Pedro…, ay Dios!, entonces no se hablaba más que con el Obispo y el señor Roque el mayoral del correo». In Leopoldo Alas (Clarín), A Corregedora,1884-1885, tradução de Joana Varela, Contexto, 1988, La Regenta, prólogo de Benito Pérez Galdós, Madrid, 1901, epub.
                    
Cortesia de Contexto/JDACT

Os Filhos da Luz no 31. 1787. O Crime dos Illuminati. César Vidal. «Certamente, podem ocorrer alguns distúrbios; mas, pouco a pouco, os desiguais chegarão a ser iguais; e depois da tempestade, virá a calmaria. Acaso as consequências mais lamentáveis irão permanecer…»

Cortesia de wikipedia e jdact

Os Filhos da Luz. Baviera, 1787
«(…) Um pai que não se comportava de acordo com a moral, uma mãe que esquecia suas obrigações, filhos que passavam por cima de seus deveres filiais..., e com o que nos deparávamos? Um desfalque, um adultério, ou até um assassinato. Sim, na verdade, o trabalho de Koch consistia em algo muito parecido com os encanamentos. Justamente por isso, incomodava-lhe que suas camisas não estivessem devidamente passadas, as botas impecavelmente lustradas ou o rosto perfeitamente barbeado. O que tinha agora diante dos olhos dava a sensação de ser outro vazamento intolerável no âmago do edifício social. Tinha-se deparado com ela pedindo os processos atrasados para rever o que estava pendente. Tudo já se achava canalizado num aqueduto de ordem que garantia, mais cedo ou mais tarde, que acabaria sendo resolvido de maneira segura. Tudo, a não ser o processo que agora estava aberto diante de seus olhos. Este, em resumo, de forma intolerável, não trazia número de referência, nem menção ao agente que o tinha começado, nem data de entrada. Era uma pasta nua, perdida no arquivo, era cujo interior jazia o que não deixava de ser uma carta como tantas outras, escrita com tinta preta, com traços regulares, sobre um papel grosso embora não necessariamente caro. Mas o conteúdo era uma outra questão. Nada nos seria mais útil do que uma história da Humanidade que fosse adequada. O despotismo roubou a liberdade. Como os fracos se podem defender? Só através da união, mas esta no fim das contas é rara...
Até ali, a carta apenas repetia os lugares-comuns de tantos inimigos da monarquia e da religião. Todos aqueles disparates sobre a liberdade, o despotismo e os fracos. Inclusive o chamamento em busca da união. No entanto, quando se chegava a esse ponto, aquela carta dava uma guinada importante, totalmente reveladora: Nada pode ajudar a conseguir tudo isto além das sociedades secretas... As sociedades secretas..., repetiu Koch num sussurro enquanto estendia a mão direita até uma xícara de café que repousava sobre a sua limpa e organizada escrivaninha. Por um instante, limitou-se a saborear aquela bebida preta, forte e amarga. Não suportava o café com mel ou com açúcar. Achava que adoçá-lo era uma forma de privar o líquido da sua força, de um vigor que acabava sendo indispensável para aclarar a sua mente. Procurou com a língua qualquer resto de café que pudesse ter ficado no interior da boca e continuou a leitura. As escolas secretas de sabedoria são os meios que um dia libertarão os homens de seus grilhões. Em todas as épocas, foram os arquivos da natureza e dos direitos do homem; e graças a elas a natureza humana se erguerá desse seu estado ruinoso.
Koch bebeu outro gole de café e, enquanto sua boca se franzia num esgar de desprezo, disse: O que é que você sabe, seu pateta, sobre o estado ruinoso da natureza humana? Os príncipes e as nações desaparecerão da face da terra. A raça humana se transformará então numa família, e o mundo será a morada dos Homens racionais. Da face da terra..., disse Koch, que se tinha detido naqueles parágrafos e os repetia várias vezes como se quisesse ruminá-los. Certamente, podem ocorrer alguns distúrbios; mas, pouco a pouco, os desiguais chegarão a ser iguais; e depois da tempestade, virá a calmaria. Acaso as consequências mais lamentáveis irão permanecer justamente quanto os motivos de discórdia tiverem desaparecido? Homens, erguei-vos! Koch passou a mão pela parte de seu rosto em que o barbeiro não tinha demonstrado exactamente um excesso de eficiência. Franziu os lábios com fastio, porque determinou que não ia se deixar distrair. Não podia se permitir isso, sem dúvida. Talvez aquele personagem fosse simplesmente um louco, nunca se podia descartar essa hipótese, mas a experiência lhe dizia que a falta de juízo não só não garantia a segurança como, não poucas vezes, era seu pior inimigo. A Moralidade é que conseguirá tudo isto; e a Moralidade é fruto da Iluminação. Os direitos e os deveres são recíprocos. Se Octávio não tem direito, Catão não tem nenhuma obrigação em relação a ele.
Koch pousou a xicrinha no pires, procurando fazer com que a posição ficasse simétrica. Em seguida, pegou numa pena de ganso que repousava, branca e inflexível, na escrivaninha polida, e a molhou com suave energia num tinteiro gordo de prata. Depois, escreveu numa folha de papel os nomes de Octávio e Catão. Pelo que lhe constava, eram referências ao imperador dos romanos e ao famoso censor, não se tratava de nomes verdadeiros, mas, ao mesmo tempo, sabia que podiam ser pseudónimos de personagens tão tangíveis quanto a poltrona em que se encontrava sentado. A Iluminação nos mostra quais são nossos direitos, e a Moralidade a segue; essa Moralidade nos ensina a crescer, a nos libertarmos, a amadurecer e caminhar sem as amarras de sacerdotes e príncipes. Koch segurou agora a carta com as duas mãos e cravou o olhar na última frase, ...caminhar sem as amarras de sacerdotes e príncipes..., caminhar sem as amarras de sacerdotes e príncipes..., caminhar sem as amarras de sacerdotes e príncipes. Quando se quer dominar uma sociedade, é preciso aniquilar primeiro aqueles que a governam...» In César Vidal, O Crime dos Illuminati, 1958, tradução de António Borges, Relume Dumará, Ediouro Publicações S.A., 2006, ISBN 857-316-6491-3.

Cortesia de RDumará/JDACT

Alguns aspectos da vida universitária no 31. Coimbra nos meados do século XVI (1548-1554). Américo C Ramalho. «… Penso que esta era uma das razões da má vontade que um outro grande humanista, André Resende, guardou toda a vida a nuestros hermanos…»

Cortesia de wikipedia

«(…) De Diogo de Teive, que também esteve preso, como Buchanan, perdeu-se a tragédia que foi representada nesses anos, intitulada Judith, mas chegou até nós outra que escreveu depois de 1554, a Tragoedia Ioannes Princeps, sobre a morte do príncipe herdeiro, pai do futuro rei Sebastião I. Mais tarde, quando o Colégio das Artes passou para as mãos dos jesuítas, depois de 1555, a tradição das representações dramáticas continuou. Por Coimbra se demorou mesmo um dos maiores dramaturgos da Ordem, Miguel Venegas, que viria a ser licenciado, como então se dizia, isto é, expulso da Companhia de Jesus. E sabe-se que em 1570, o rei Sebastião I assistiu durante horas à representação do Sedecias do padre Luís Cruz. Também o uso das máscaras nos cortejos universitários está documentado em legislação do tempo de João III que as proibiu. Regressemos, porém, às glórias da vida universitária local, segundo o Conimbricae Encomium de Inácio Morais.
O poeta trata seguidamente dos concursos para as vagas de professor, as chamadas oposições. Aos candidatos dava-se o nome de opositores. Sirvo-me, de novo, da tradução que publiquei no artigo já referido: … e não menos exulta [Coimbra], quando alguém, em formosa competição de talento, alcança com a vitória os prémios, e sufrágios em maior número lhe atribuem a cátedra para que, a seguir, muito transmita sabiamente aos alunos. A multidão dos seus partidários, com um rumor aprovativo, dobra os aplausos e grita de alegria; proclama-o vencedor e aponta-o ao povo, por onde passa, e ergue-o aos ombros e senta-o na cátedra. Ao invés, o vencido em vão suspira, está desconsolado, tem os olhos fixos em terra. Rodeiam-no os companheiros e ao triste dizem palavras de consolação e exortam-no a que suavize as tristezas com uma esperança melhor.
Podemos dizer que esta é ainda a face luminosa da medalha. O reverso, porém, cobre-se de sombras espessas de cepticismo em face da natureza humana. Na verdade, estas oposições eram a ocasião das maiores arbitrariedades e injustiças, e até de autênticas infâmias. Os grandes mestres, convidados por João III com esplêndidos ordenados, como Martin Azpilcueta ou Fábio Arcas, viam-se providos nas cátedras sem oposição. Também não havia oposição, quando o candidato era único e aceite pelo Conselho. Ao passo que nos lugares ocupados por concurso entre vários ficavam os candidatos sujeitos aos votos dos ouvintes que durante um certo tempo assistiam às suas lições e depois votavam. Nem sempre, venciam os melhores. E havia na juventude, entre os estudantes, uma tendência para votar nos que estavam mais perto de si, pela idade, pela nacionalidade, por várias outras razões que não tinham que ver com a competência. Em Salamanca, onde o sistema era idêntico, professores distintos como Antonio Nebrija ou o português Aires Barbosa foram preteridos, nestas votações, por concorrentes muito inferiores.
Contemos brevemente o caso do nosso compatriota, a quem até o facto de ser português deve ter prejudicado. Penso que esta era uma das razões da má vontade que um outro grande humanista, André Resende, guardou toda a vida a nuestros hermanos. E se Manuel Costa e Aires Pinhel tiveram êxito, em 1561, é preciso não esquecer que eram filhos da escola salmantina. Voltando ao caso típico de Aires Barbosa. Ele foi, como é sabido, o introdutor do Grego na Península Ibérica, ao ensinar na Universidade de Salamanca, a partir de 1495, a língua helénica que aprendera em Itália. O Grego era, porém, uma catedrilha não obrigatória e menos rendosa que a de Gramática Latina. Em Coimbra, nos meados do séc. XVI, as duas primeiras classes de Latinidade eram pagas a 100 000 réis por ano e o Grego a 50 000. Mas voltando a Salamanca. Tendo vagado a cadeira de Gramática, Aires Barbosa apresentou-se a concurso com um outro candidato que de modo algum podia comparar-se-lhe. Era, porém, Pedro Espinosa, o rival, castelhano e mais jovem. O prestigioso mestre Grego, como lhe chamavam, foi batido». In Américo Costa Ramalho, Alguns aspectos da vida universitária em Coimbra nos meados do século XVI (1548-1554), Revista Humanitas, volume XXXVII-XXXVIII, 1985-1986, Universidade de Coimbra.

Cortesia da UCoimbra/JDACT

Entre Malagrida e Pombal no 31. As Memórias da última condessa de Atouguia. Zulmira C. Santos. «… o códice de “As prisões da Junqueira” teria tido com penultimo possuidor […] Miguel Bragança, a cuja leituras se deve talvez o restabelecimento dos jesuítas, […] na Hespanha, Bélgica, Inglaterra, Áustria, e sobre tudo nos Estados Unidos da América»

Cortesia de wikipedia

O tempo da publicação
«(…) A partir de 1910 e da legislação coeva, a questão religiosa agudizou-se (de entre uma ampla bibliografia, refiro apenas os títulos mais recentes: A Guerra Religiosa na Primeira República; Crenças e mitos num tempo de utopias; A Igreja perante a lei da separação; Jesuítas e Antijesuítas no Portugal Republicano; 6. O antijesuitismo republicano e o seu contexto;7. Revolução na continuidade»; Entre antijesuitismo e jesuitismo; O Estado e a Igreja no tempo de Manuel de Arriaga; O Tempo e Manuel de Arriaga; Actas do colóquio organizado pelo Centro de Histária da Universidade de Lisboa e pela Associação dos antigos alunos do Liceu da Horta). E se nem sempre esta se fundia e confundia com o problema particular dos jesuítas, envolvidos no apoio ao Partido Nacionalista, era por vezes muito difícil separar as respectivas áreas (o conde de Bertiandos, por exemplo, a quem o padre Valério Cordeiro recorre como fonte de informações sobre o paradeiro do autógrafo, mantinha fortes ligações ao Partido Nacionalista, Jesuítas e Antijesuítas no Portugal Republicano,). De resto, a partir de 1910, a Galiza, onde em 1916 estava o padre Valério Cordeiro, tornou-se lugar de refúgio para os inacianos expulsos e, segundo algumas interpretações, também lugar de resistência (a Igreja e a I República, A reacção católica em Portugal às leis persecutórias de 1910-1911, Didaskalia, Revista da Faculdade de Teologia de Lisboa).
Por outro lado, na primeira edição, de Pontevedra, onde também se editaram, durante os tempos mais difíceis do exílio, a Brotéria e o Mensageiro do Coração de Jesus (depois de passagens temporárias pela Holanda e pela Bélgica, os jesuítas portugueses, dirigidos pelo padre Luís Gonzaga Cabral, estabeleceram algumas casas em Espanha em Santa Maria de Oya, noviciado, juniorado e filosofia, La Guardia, colégio, S. Martinho de Trebejo, escola apostólica). Cordeiro agradecia aos bemfeitores e bemfeitoras dos Círculos Catholicos Portugueses da Bélgica, numa clara alusão ao envolvimento nos movimentos católicos do tempo (a Bélgica era, sobretudo antes da guerra, um dos países para onde se transferiram colégios portugueses directamente ligados à Igreja; de acordo com os dados fornecidos por Maria Moura, A guerra religiosa, a Bélgica tinha, pelo menos, dois colégios masculinos, administrados por portugueses; um deles prosseguia a acção do Colégio-Liceu figueirense, que fora obrigado a encerrar a sua actividade em Portugal; uma carta com data de 13 de Março de 1912, remetida da legação portuguesa na Bélgica, dava informações sobre este colégio liceu português; situava-se na pequena cidade de Huy e tinha vinte e quatro alunos, todos portugueses; a mesma carta informava da existência do colégio Saint Michel modernamente instalado em Bruxelas que contava, entre os seus estudantes, bastantes portugueses, antigos alunos do colégio de Campolide; como este também o de Saint-Michel estava sob orientação dos jesuítas; a guerra forçará estas escolas a abandonar o seu asilo na Bélgica; o colégio figueirense regressará a Portugal). e terminava a introdução desejando que a divulgação das Memorias da Condessa [contribuisse] para reparar uma das mais flagrantes e monstruosas injustiças archivadas na Historia da Nação Portuguesa: a sentença que condemnou os Tavoras e famílias com elles relacionadas, votos que recordam as palavras do padre José Sousa Amado na edição de As prisões da Junqueira durante o Ministério do Marquês de Pombal escriptas alli mesmo pelo Marquez de Alorna, uma das suas victimas, publicadas pela primeira vez em 1857 e, pela segunda, em 1882, em pleno centenário de comemorações pombalinas: por este meio tão solemne e decoroso [decreto de libertação de 17 de Maio de 1777] foi comprovada a innocencia do illustre preso da Junqueira, o que ao mesmo tempo importa a condemnação mais formal das medidas arbitrarias de Sebastião José, que com tanta crueldade se arvorou em perseguidor dos que lhe levavam vantagem em saber, virtudes e nobreza. João Almeida Portugal [1726-1802], 4º conde Assumar e 2º marquês de Alorna, que se presume ter sido o autor de As prisões da Junqueira, era casado com dona Leonor de Lorena e Távora [1729-1790], irmã da condessa de Atouguia.
Não deixa também de ser curioso, embora não baste para duvidar da genuinidade dos dois manuscritos, o comum percurso atribulado das diferentes cópias e a dificuldade em encontrar os autógrafos. O padre Sousa Amado afirma ter visto o original só por pouco tempo, e em casa de um dos descendentes das victimas de Pombal, a quem foi confiado com todo o resguardo, podendo, assim, proceder à comparação com a versão que possuía, aventando até que o códice de As prisões da Junqueira teria tido com penultimo possuidor […] Miguel Bragança, a cuja leituras se deve talvez o restabelecimento dos jesuítas, que hoje tantos serviços estão fazendo á religião sob governos monarchicos e republicanos como na Hespanha, Bélgica, Inglaterra, Áustria, e sobre tudo nos Estados Unidos da América. Produzidos em contextos idênticos, As prisões entre 1759 e 1777, As Memorias por 1783, orientando-se para um mesmo objectivo, a reabilitação dos Távoras e seus familiares, pois que o marquês de Alorna (João de Almeida Portugal [1726-1802], 4º conde e Assumar e 2º marquês de Alorna, casou a 2 de Dezembro de 1747 com dona Leonor Lorena Távora [1729-1790], irmã da condessa de Atouguia e mãe da futura Alcipe) era genro de dona Leonor e Francisco Assis e cunhado da Condessa de Atouguia, publicados em momentos de forte tensão em que se procuravam definir, num quadro de menor hostilidade, as relações entre a Igreja e o Estado, a década de 50 do século XIX e os anos de 1916-17 que presenciaram o principio de algum equilíbrio nas negociações, os dois manuscritos não obliteram, antes propiciam e quase forçam, a inscrição no quadro problemático e sempre presente da expulsão da Companhia por Sebastião José». In Zulmira C. Santos, Entre Malagrida e Pombal. As Memórias da última condessa de Atouguia, Península, Revista de Estudos Ibéricos, nº 2, 2005, 401-416, Universidade do Porto.

Cortesia UPorto/Península/JDACT

Casas Pardas no 31. Maria Velho Costa. «Elisa não ocupou ainda decisivamente a que deverá ser a sua casa, casa a descobrir, a habitar, a assumir, para lá da consumação da separação. Atrium é, por sua vez, o título do primeiro…»

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«A mais visível e evidente organização do romance é em cinco sequências de casas. As duas primeiras e as duas últimas são constituídas por três casas, a sequência central, a terça casa, é um fingimento de texto dramático, organizado já não em três capítulos mas em três actos. Cada casa é designada por um algarismo, que indica a sequência em que está incluída (I, II, IV e V), pelo nome próprio da personagem que a ocupa, e por um título, que é o nome próprio do texto que constitui a casa. Maria Alzira Seixo mostrou já a polissemia desses títulos, o modo como são atravessados por um complexo intrincado significativo. Insistamos em que cada palavra ou sintagma titular é múltipla e diversamente reinvestido semanticamente pelo texto do capítulo, que de diversas formas integra reescritas dessas palavras ou sintagmas. Anote-se apenas que a I casa se intitula Vaga (casa de Elisa) e a última Atrium (casa de Elvira). Vaga é, entretanto, também o título do terceiro e último bloco narrativo do romance anterior de Maria, Maina Mendes. O eco é de várias formas significativo. Significativo dos modos como a coerência do percurso literário se constrói, significativo dos fios que unem, nas suas ciaras diferenças, os dois romances. Articulação possível e aliciante entre Matilde, a filha amada pelo pai, a filha que cumpriu separação (até política), e que estando longe anuncia o regresso, e Elisa. Como entre a avó Maina, a Muda, e a bisavó Elisa, a Douda. Como entre a mudez rebelde de Maina, a procura de escrita de Elisa e a exiguidade de palavras de Elvira. Nesse último bloco do primeiro romance, vaga pode-se dizer da casa onde Matilde ainda não voltou, onde o seu pai se suicidou já, da casa onde a avó Maina trabalha e espera. Vaga quer dizer a suspensão, na qual termina esse romance. Como, aqui, em Casas Pardas, vaga está a casa de Elisa, no sentido em que esta está em suspenso, no sentido em que Elisa não ocupou ainda decisivamente a que deverá ser a sua casa, casa a descobrir, a habitar, a assumir, para lá da consumação da separação. Atrium é, por sua vez, o título do primeiro (e último) capítulo de Elvira na sua nova casa, e diz esse lugar como o do início de uma nova habitação. Entre uma casa Vaga e uma casa Atrium se move este romance, entre o seu início e fim; entre uma abertura em suspenso e um final de abertura: Vaga e Atrium, dialéctica da ainda ausência e da promessa de presença, ambos lugares para dizer um movimento e os seus modos; gestos, figurações, apelos ao movimento. A sucessão das sequências acompanha, como o próprio texto da primeira casa da última sequência o exibe (passagem citada em epígrafe), a sucessão dos dias e das noites: I - manhã, II – entardecer e noite, / terça casa - noite /, IV - manhã, V – noite (a V Casa de Elvira é de manhã à noite). Na primeira, segunda e quarta sequência, a sucessão das casas, repete a ordem dos nomes próprios das personagens: Elisa, Elvira, Mary; e organiza-se segundo o paradigma dos pronomes pessoais Eu (Ehsa), Tu (Elvira), Ela (Mary). O papel organizador da sequência dos pronomes pessoais (como o mostrou Margarida Barahona) evidencia-se pelo facto de, na última sequência, se alterar a ordem nominal das casas, mantendo-se, entretanto, invertida agora, a ordem dos pronomes pessoais. Assim: Elisa, ela, Mary, tu, Elvira, eu. A sequência e o livro fecham assim sobre a nova casa de Elvira que diz eu. A terça casa, por sua vez, imitação de teatro, sequência central, é a única em que as três personagens das casas se reúnem, se encontram num espaço, numa casa. Note-se entretanto que tal encontro só se dá nos actos terminais, no primeiro e no terceiro, que são os actos na cozinha, enquanto o do meio é na sala de jantar e aí apenas se encontram, com outras personagens, Elisa e Mary. Pelo próprio efeito de o texto se distribuir em falas, todas estas personagens dizem eu, são invocadas pelo tu (ou forma correspondente) e são referidas na 3.ª pessoa». In Maria Velho da Costa, Casas Pardas, 1986, Assírio e Alvim, Porto, 2013, 978-972-371-689-4.

Cortesia AAlvim/JDACT

sexta-feira, 30 de outubro de 2015

O Crime dos Illuminati. César Vidal. «Deu um novo pulinho e, agora sim, começou a correr para se afastar daquele ser que ele não tinha visto antes mas que parecia representar um verdadeiro perigo. Com as orelhas transformadas em antenas que o avisavam da proximidade do seu inimigo»

Cortesia de wikipedia e jdact

Os Filhos da Luz. Baviera, 1775
«(…) Conseguiu dar dois passos antes que o animalzinho se precavesse do perigo que avançava em sua direcção. Sem dúvida, tinha contemplado como sua mãe ficara presa e como tinha perdido a vida no curso de um ritual que nunca tivera antes a oportunidade de contemplar. Agora, o medo e o espanto o impediram de reagir a tempo. No entanto, de qualquer forma conseguiu mexer-se. Deu um salto instintivo à direita para evitar aquelas manoplas que se lançaram sobre ele e depois, ainda presa do estupor, começou a correr. Foi uma corrida inexperiente, desajeitada e lenta. Típica de alguém que até aquele momento não sabia o que era ter que se salvar de um agressor. Impelido mais pelo susto do que por um medo suficiente para activar seu instinto de autopreservação, o filhote de lebre tratou de se esconder entre uns arbustos. O caçador se lançou sobre os arbustos convencido de que pegaria aquele animalzinho. Estava enganado. A sombra daquela massa se precipitando sobre ele acabou tirando do estupor aquele infeliz filhote de lebre. Deu um novo pulinho e, agora sim, começou a correr para se afastar daquele ser que ele não tinha visto antes mas que parecia representar um verdadeiro perigo.
Com as orelhas transformadas em antenas que o avisavam da proximidade do seu inimigo, o filhote de lebre descreveu uma corrida em ziguezague que não o afastou da cilada persistente, mas pelo menos impediu que ela se transformasse numa realidade letal. Ofegante, o caçador procurava se aproximar do animalzinho e prendê-lo entre o vazio ameaçador que suas mãos formavam, mas, repetidas vezes, aquele ser miúdo evitou a tenaz. Com o instinto que só a experiência proporciona, compreendeu que a sua única oportunidade de encurtar distâncias e alcançar o animalzinho era enganá-lo. Deu uma passada com a perna direita que assustou o filhote de lebre e fez com que saltasse para a esquerda e, justo nesse momento, precipitou-se sobre ele. Ele lhe escapou por duas míseras polegadas, mas era óbvio que o caçador tinha encontrado o método que lhe permitiria sair com sucesso daquela missão. Bem, era só uma questão de repetir a jogada no momento exacto em que o animalzinho estivesse suficientemente próximo.
Não fez isso. Enquanto o filhote de lebre corria para se pôr a salvo à maior distância possível, o caçador vislumbrou algo que distraiu sua atenção. No início, só chegou até seu corpo uma soma de sensações fortes e absorventes. Um cheiro penetrante de carne em decomposição, o zumbido irrequieto do que pareciam ser centenas de moscas, os raios de sol descendo entrecortados sobre um tronco de árvore para se atirar depois pela casca e, revolta, rutilante e avermelhada, uma cabeleira que só podia pertencer a um ser humano. Ele parou, inalou uma golfada de ar, passou a mão pela testa suarenta e, por alguns instantes, procurou compreender o que significava tudo aquilo que se oferecia, agressivo e pujante, aos seus sentidos. Não conseguiu àquela distância e, tendo já relaxado a perseguição ao filhote de lebre, deu alguns passos na direcção da inesperada descoberta. O fedor de podridão arranhou suas fossas nasais, mas não o deteve. Espantou com furiosos golpes de mão o bando de moscas e conseguiu distinguir uma imagem diferente de qualquer outra que já tinha se oferecido ante as suas pupilas.
Tratava-se de um homem jovem, sem dúvida. Era até possível que não tivesse ultrapassado a casa dos vinte anos. No entanto, agora não passava de um despojo fétido e coberto de insectos verde-azulados. O rosto parecia destruído, esmigalhado, esvaído, como se tivessem tentado desmanchá-lo até torná-lo irreconhecível. No entanto, o caçador disse a si mesmo que o mais certo era que aquela terrível abrasão se devesse à acção combinada das feras e das moscas. Quanto ao resto do corpo... As meias estavam destruídas, mas enquanto o pé direito conservava um sapato, no esquerdo os dedos, avermelhados e roídos, do morto sobressaíam no meio do tecido. As calças, sujas e cobertas de lama, estavam espantosamente rasgadas na altura das virilhas, embora os rasgões se encontrassem quase totalmente cobertos por espessas nuvens de moscas que se movimentavam febrilmente em busca de uma presa que o caçador não sabia ao certo qual era. Finalmente, as folhas pareciam ter ajudado a cobrir pudicamente as mãos, os braços e o peito do defunto. Por um instante, contemplou aquele ser humano, agora à mercê de alguns predadores que, por serem menores, não eram mais compassivos ou menos eficazes do que ele. Então, de forma inesperada, sem qualquer aviso prévio, sentiu um enjoo cálido e incontrolável que subia desde o ventre. Teve, primeiro, um espasmo seco que lhe arrancou algumas lágrimas e impregnou sua testa de suor. Titubeante, aproximou-se de uma árvore em que se apoiou subitamente mareado. Antes que tivesse apoiado os dedos da mão sobre o tronco, começou a vomitar, tomado por irresistíveis espasmos. Podia-se dizer que, ao expulsar todo o conteúdo de seus espasmos, se abrisse diante dele a possibilidade de reter a vida.

Os Filhos da Luz. Baviera, 1787
Wilhelm Koch passou a mão pelo queixo. Sentiu então um pequeno tufo de pêlos mal barbeados, localizado duas ou três polegadas abaixo da têmpora. Aqueles hóspedes inesperados e, sobretudo, indesejados arrancaram dele um mal-estar que saltitou de seus lábios. Por alguma razão que não era fácil de descobrir, as regras familiares, a educação com os jesuítas, um motivo cósmico etc., não podia tolerar a desordem nem a falta de harmonia. Era uma atitude extensiva tanto ao traçado de uma rua quanto à limpeza de suas camisas, a uma operação aritmética bem resolvida ou à luta implacável contra o crime. Não suportava nada que parecesse dissonante, torto, feio ou ruim. Talvez por isso poderia ter sido arquitecto, músico ou matemático. Certamente por isso era um polícia. Ele era, e dos melhores. Dificilmente se poderia encontrar, em toda a Baviera, um outro igual. Ao longo de vinte anos de serviço, tudo tinha corrido bem, ou seja, de maneira ordenada. Roubos, fraudes, violações, assassinatos..., raras foram as transgressões da lei que não soubera enfrentar com sucesso. E tudo, absolutamente tudo, era devido ao seu método. Na opinião de Koch, a questão limitava-se a encontrar o ponto exacto em que a harmonia que governava o cosmos era quebrada. Da mesma forma como uma tubulação quebrada só pode ser consertada quando se descobre o lugar onde ocorre o vazamento, o crime exigia que se detectasse a partir de quando a ordem social foi rompida». In César Vidal, O Crime dos Illuminati, 1958, tradução de António Borges, Relume Dumará, Ediouro Publicações S.A., 2006, ISBN 857-316-6491-3.

Cortesia de RDumará/JDACT

O Crime dos Illuminati. César Vidal. «… recuperar a juventude, o vigor e a alegria gastos naquele incidente longo, o mais longo de sua existência. Um incidente que tinha começado anos atrás, em outro lugar e em outra época»

Cortesia de wikipedia e jdact

Os Filhos da Luz. Paris, 21 de Janeiro de 1793
«(…) Um dos carrascos, alto, corpulento, com aparência brutal, aproximou-se da cesta e, agarrando a cabeça pelos cabelos, levantou-a para que a multidão a visse. Durante alguns momentos, deixou que o sangue jorrasse abundante do pedaço de corpo já sem vida. No entanto, aquela exibição de força triunfal não pareceu comover os presentes, talvez impressionados demais com o que tinha acontecido durante os minutos anteriores. Foi então que o carrasco jogou a cabeça no cesto com um gesto depreciativo e de uma só puxada apanhou a casaca branca que estava caída no chão do cadafalso. Agitou-a por um instante no ar como se fosse uma bandeirola e depois a atirou com violência sobre a multidão. Por um breve instante, a peça de roupa descreveu um voo curto que foi abortado por um oceano de mãos que se lançaram para dela se apoderar. Entre rugidos e gritos, uivos e clamores, aquela brancura desapareceu completamente no meio da massa. Como a vida daquele homem que tinha acabado de ser guilhotinado, Luís XVI, o cidadão Capeto, um monarca de trinta e oito anos com que se encerravam oito séculos de dinastia bourbónica na França. Nada restava daquela dinastia que um dia tinha dominado metade da Europa. Num sentido nada metafórico, tinha sido cortada de um golpe só. Enquanto assim pensava, Karl observou como o terceiro sacerdote, o que não parecia francês, o que tinha tentado consolar o rei, descia agora do cadafalso, ultrapassava a primeira linha de soldados e se perdia no meio da multidão. Parecia atordoado, exausto, submetido a um impacto que não podia suportar. Ninguém, absolutamente ninguém, prestou atenção nele. Karl enfiou a mão no bolso e tirou do colete desbotado um relógio dourado. Eram pouco mais de dez e quinze. E então, exactamente quando afastou o olhar da esfera branca, ele o viu. Era ele, sim, era ele. Sem nenhuma sombra de dúvida. Talvez estivesse um pouco mais magro, embora não muito, e seus cabelos estivessem mais ralos e grisalhos, mas era ele. E o olhava. Olhava-o com aqueles olhos inquisitivos que pretendiam, e quase sempre conseguiam, esconder o que corria pelo fundo de seu coração.
O coração de Karl começou a bater com mais força do que a que os tamborileiros tinham empregado para bater nos instrumentos. Sabia que o encontraria ali. Sempre soubera disso. Não poderia ser de outra maneira. E agora, enfim, encontrava-o. Ali, no mesmo lugar onde acabava de desaparecer a monarquia mais importante da Europa. Apertou os punhos, respirou e tentou abrir caminho até o lugar onde ele se encontrava. Deu dois, três, quatro empurrões para alcançá-lo. Mas, de repente, desapareceu. Angustiado, movimentou a cabeça para um lado e para o outro, até que seu pescoço doeu, enquanto procurava encontrá-lo. Empenhava-se nisso quando uma das abas da casaca ficou agarrada entre duas matronas que conversavam animadamente, ainda que sem muito critério, sobre a execução do Capeto. Conseguiu recuperá-la, suja e amarrotada, de um puxão, e, seguindo um impulso instintivo, tentou-lhe devolver uma elegância que talvez tivesse perdido para sempre. Foi então, quando levantou a vista, com a desolação embargando seu rosto, que ele o viu novamente. De maneira incrível, tinha conseguido livrar-se daquele imenso mar de corpos malcheirosos, e se colocar na outra extremidade da praça abarrotada. Mas como ele tinha conseguido isso? Karl cravava os cotovelos, os punhos, os antebraços em qualquer ser vivo que se interpusesse em seu caminho. Não, agora não podia tornar a escapar. Tinha que agarrá-lo.
O fugitivo, porque ele era isso, de facto, livrou-se daquele pesado espartilho humano entretecido com milhares de corpos quando Karl estava a quase duzentos passos dele. Arfando, suando por todos os poros, reprimindo as maldições que lutavam para brotar de seus lábios, contemplou desesperado como a sua presa inatingível apertava o passo e, quando chegou a uma esquina, começava a correr. Demorou ainda alguns minutos para se livrar daquela maré, em que não eram poucos os que já se vangloriavam de contar com um retalho da casaca branca do Capeto. Quando conseguiu, começou a correr, embora estivesse consciente de que não tinha rumo certo nem sabia em que direcção seguir. Não poderia dizer o tempo que durou aquela corrida, mas, por fim, o esgotamento o obrigou a encerrá-la e Karl teve que se apoiar contra o muro gelado de uma rua desconhecida tossindo violentamente e tentando recuperar o ritmo da respiração. Inalou gulosamente o vento frio da manhã, como se disso dependesse a sua vida, como se num instante só pudesse conduzir aquele oxigénio indispensável até o último lugar de seus pulmões, como se lhe fosse dado recuperar a juventude, o vigor e a alegria gastos naquele incidente longo, o mais longo de sua existência. Um incidente que tinha começado anos atrás, em outro lugar e em outra época.

Os Filhos da Luz. Baviera, 1775
Como é bonita, disse a si mesmo enquanto calculava na mão esquerda o peso do animal. Sim, e como é gorda. E olhe que era raro neste tipo de animal. Mas a lebre..., bem, a lebre era uma delícia. Pele suave, cor deliciosa e aparência opulenta. Não deveria ter sofrido muito. Tinha-se emaranhado no laço na altura do pescoço e pelejando para se libertar só tinha conseguido se estrangular mais rapidamente. Acontecia de vez em quando com estes animaizinhos. Dava um pouco de pena, mas precisava comer. Balançou a cabeça como se quisesse arrancar dela qualquer vislumbre de compaixão e, com um gesto rápido, soltou o animal da armadilha que tinha lhe arrancado a vida, e o jogou no bornal. Foi nesse momento que o viu. Foi apenas um instante e, com toda a certeza, não teria percebido nada se não tivesse sacudido o cangote justo nesse mesmo momento em que seu olhar se entrecruzou com o que saía de uns olhinhos miúdos, redondos e pretos, incrustados no rosto assustado e trêmulo de um filhote de coelho. Com gesto rápido, o caçador ficou de pé de um salto e se precipitou sobre a presa inesperada. Sem dúvida, era uma cria da lebre enorme que tinha acabado de apanhar. Tinha que ficar com ela». In César Vidal, O Crime dos Illuminati, 1958, tradução de António Borges, Relume Dumará, Ediouro Publicações S.A., 2006, ISBN 857-316-6491-3.

Cortesia de RDumará/JDACT

O Crime dos Illuminati. César Vidal. «Depois, com passos inusitadamente firmes, cruzou o espaço que havia entre o fim da escada e a guilhotina. Fez isso com tanta calma, com tanta segurança, com tanta serenidade que qualquer pessoa teria dito que ele passeava por um jardim desfrutando do bom tempo»

Cortesia de wikipedia

Os Filhos da Luz. Paris, 21 de Janeiro de 1793
«(…) O carro parou, finalmente, no meio de um espaço amplo e vazio que rodeava o cadafalso. Sim, amplo e vazio, mas não desprotegido. Estava rodeado por canhões e pessoas portando as mais diferentes armas. Piques (lança antiga), lanças, mosquetes... O condenado desceu do carro. Totalmente enfeitado de branco, levava nas mãos um livrinho que Karl tentou em vão identificar e que acabou achando que fosse um missal, um livro de salmos ou talvez um Novo Testamento. Assim que o réu pisou no chão, três dos carrascos, daqueles carrascos que se vestiam tentando esconder a sua origem burguesa, rodearam-no e fizeram o gesto de lhe tirar a casaca. Com uma dignidade que quase se poderia tocar como se fosse alguma coisa sólida, o homem fez um gesto para afastá-los e se livrou ele mesmo da peça de roupa. Por um momento, os carrascos pareceram totalmente desconcertados. Parecia óbvio que não estavam acostumados à semelhante demonstração de dignidade, principalmente de aprumo, por parte de alguém a quem iriam separar a cabeça do corpo dentro de alguns minutos. No entanto, a atitude deles durou apenas um instante. De maneira imediata, como se impelidos por uma mola, aproximaram-se do réu e tentaram segurá-lo pelos pulsos. Karl não pôde escutar o que o condenado respondeu, mas captou sem dúvida a firmeza, não empertigada mas natural, com que jogou o corpo para trás para impedir que os carrascos fizessem aquilo com ele. O grande filho-da-pu… não se deixa amarrar... Karl escutou uma velha colérica a seu lado resmungar. Se fosse por mim, não iriam colocar a corda propriamente nas mãos. Mas além daquela mulher, que talvez não tivesse tantos anos quanto as infinitas rugas que sulcavam seu rosto aparentavam, ninguém disse nada. Ninguém a não ser os carrascos, que tinham começado a se agitar como se impelidos pelo ventinho que soprava na praça. De repente, um deles levou a mão à boca como se fosse uma trombeta e gritou algo que Karl não chegou a entender. Dois soldados que usavam o gorro frígio vermelho se apressaram em atender o seu chamamento.
Foi então que os olhos de Karl se detiveram, de forma casual, no terceiro sacerdote, aquele que parecia profundamente triste. Pela primeira vez reparou que, quase com toda a certeza, não era francês. Não, ele não era. Seus traços e suas feições indicavam alguém de origem nórdica. Poderia se tratar de um alemão, de um holandês, inclusive de um inglês. Em todo caso, não era uma circunstância tão relevante. O significativo era que ele tinha-se inclinado respeitosamente sobre o condenado e se dirigia a ele num tom que, pelos gestos, poderia ser qualificado de submisso, até de suplicante. Devem ter trocado apenas duas ou três frases, mas foram suficientes para que o réu elevasse os olhos para o céu, sussurrasse alguma coisa e estendesse as mãos. Fez isso justo no momento em que os soldados chegavam perto dele. Ele não poderia garantir, mas Karl teve a impressão de que um dos carrascos amarrava o réu com uma expressão de triunfo insolente, como se fosse a consumação de um longo processo iniciado talvez muitos anos antes. Como se pretendessem sublinhar aquele gesto pleno de significado, os doze tamborileiros localizados ao lado do cadafalso começaram a tocar os seus instrumentos com mais energia e vontade do que arte.
Quando o réu começou a subir a escadinha que levava até à guilhotina, Karl percebeu que os degraus eram inclinados demais. Conteve nessa hora a respiração desejando que o condenado não escorregasse, caísse ou tropeçasse naquela subida sinistra para a morte. Se não aconteceu nada disso, talvez se deva ao facto de que o terceiro sacerdote, o que não parecia francês, agarrou-o pelo braço com a intenção de ajudá-lo. No entanto, aquela colaboração piedosa durou apenas o tempo de subida. Quando os dois atingiram a plataforma sobre a qual a guilhotina repousava, o réu se soltou com um gesto seguro. Depois, com passos inusitadamente firmes, cruzou o espaço que havia entre o fim da escada e a guilhotina. Fez isso com tanta calma, com tanta segurança, com tanta serenidade que qualquer pessoa teria dito que ele passeava por um jardim desfrutando do bom tempo. Achava-se a ponto de alcançar a lâmina, quando parou e olhou para os tamborileiros. À distância em que Karl se encontrava não lhe permitiu captar a carga exacta que o condenado colocou naquela expressão, mas o certo é que as mãos deles ficaram suspensas no ar sem permitir que as baquetas sequer roçassem a pele dos instrumentos.
Morro inocente de todos os crimes de que me acusam. disse o réu com uma voz sossegada, clara e suficientemente forte para que o escutassem com clareza mais além da praça. Perdoo os autores de minha morte, e rogo a Deus para que o sangue que vocês estão prestes a derramar não caia nunca sobre a França. Nem uma palavra, nem um grito, nem um silvo, nem um assobio repercutiram depois que o condenado pronunciou aquelas últimas frases. Por um instante pareceu que o mundo, aquele mundo extraordinariamente convulso, tinha parado, que a terra tinha deixado de girar, que o Sol se fixara no firmamento. Então, uma mão, que parecia saída do nada, cravou-se no antebraço daquele homem vestido de branco e o puxou para a guilhotina. Não houve nenhuma resistência. O réu parecia reconciliado com seu destino como poucos teriam estado. Documente, quase com mansidão, permitiu que dois dos carrascos, que continuavam com os chapéus na cabeça, estendessem-no sob a lâmina. A execução durou alguns instantes mas, ao contrário do que Karl tinha temido, a cabeça não saltou até o chão, mas caiu na cesta. Talvez, pensou, a pequenez da lâmina tenha evitado aquela profanação extra». In César Vidal, O Crime dos Illuminati, 1958, tradução de António Borges, Relume Dumará, Ediouro Publicações S.A., 2006, ISBN 857-316-6491-3.

Cortesia de RDumará/JDACT

O Algarismo e o Número. O Número de Deus. José Corral. «Claro que és mais um dos meus aprendizes, mas ainda és demasiado pequena para algumas coisas. Vá, obedece. Ricardo agarrou Teresa pela mão, que saiu da catedral a resmungar»

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O Algarismo e o Número
«(…) No entanto, a ameaça do leonês não era o único problema de Castela. Desde que Fernando fora coroado rei em Valladolid, Álvaro Nuñes Vara, que durante a menoridade do rei Henrique detivera o poder, não tinha parado de conspirar contra o novo rei. Encorajado, Álvaro tinha desafiado a combater com ele numa justa todos os nobres castelhanos que tinham jurado obedecer a Fernando. A sua tentativa foi vã e acabou derrotado e aprisionado. Fernando deveria ganhar a nobreza. Em finais de 1217, Berenguela podia sentir-se satisfeita. O seu filho Fernando era rei de Castela, as famílias mais poderosas, como os Girón, os Haro ou os Telles, e os grandes concelhos urbanos do reino, como Burgos, Palência, Valladolid, Toledo, Ávila ou Segóvia, tinham-no aceitado unanimemente, e o único dissidente, o senhor de Lara, estava em bom recato. O caminho de Fernando para construir a grande Castela que dona Berenguela sonhara para o filho estava livre de obstáculos.
A pequena Teresa tinha sentido medo, um dos cónegos da catedral burgalesa irrompera no templo anunciando aos-gritos que o rei de Leão se aproximava com um poderosíssimo exército disposto a arrasar a cidade e a degolar todos quantos nela moravam se não se submetessem ao seu domínio. Entre os aprendizes da oficina de pintura de Arnal Rendol levantara-se uma agitação ao ouvirem o exaltado cónego que ameaçava com as mais terríveis calamidades se Afonso de Leão entrasse em Burgos. Arnal falou com o pessoal da oficina, que estava afadigado em ultimar o grande fresco da Visitação da Virgem. Se o que este cónego disse é verdade, o nosso trabalho pode estar a chegar ao fim. Em qualquer caso, fomos encarregados de realizar este fresco e eu, pelo menos, penso acabá-lo caso seja possível. Mas no que vos respeita, aquele que deseje ir para casa pode fazê-lo. Os que quiserem ficar comigo a terminar o espaço caiado hoje... Ficamos todos, interveio Ricardo, o primeiro-oficial da oficina. Não é assim?
O resto dos oficiais e aprendizes assentiram com a cabeça. Agradeço-vos a todos. Tu, Ricardo, disse ao oficial, pega em Teresa e leva-a para a minha casa. Diz à criada que feche bem a porta e que não saiam de lá enquanto eu não voltar. Eu quero ficar contigo, pai, protestou a menina. Disseste que seria mais um dos teus aprendizes. Já ouviste o que eu disse, Teresa. Claro que és mais um dos meus aprendizes, mas ainda és demasiado pequena para algumas coisas. Vá, obedece. Ricardo agarrou Teresa pela mão, que saiu da catedral a resmungar. Quando regressou, o primeiro-oficial informou que os leoneses tinham acampado muito perto de Burgos, mas que toda a cidade estava do lado de Fernando e de dona Berenguela, e que os defensores tinham jurado não se render. É curioso, esta cidade foi povoada por franceses e pelos seus descendentes, por bascos e judeus e ainda restam mesmo alguns sarracenos, mas nos momentos mais perigosos todos se sentem, antes de tudo, castelhanos. Bom, reflectiu Arnal, nós nada podemos fazer. Voltemos ao trabalho, esta cal não se vai manter eternamente húmida. Quando o rei de Leão se retirou para os seus domínios, todos respiraram aliviados. Fernando conseguiu ganhar a estima e respeito dos burgaleses». In José Luís Corral, El Número de Deus, 2004, O Número de Deus, O Segredo das Catedrais Góticas, tradução de Carlos Romão, Planeta Editora, Lisboa, 2006, ISBN 972-731-185-7.

Cortesia de Planeta Editora/JDACT

O Cavaleiro de Olivença João Paulo O Costa. «Antónia Sousa nascera em Moura, no ano de 1485. Filha única coubera-lhe a herança do morgado do pai, quando este falecera; tinha então vinte e cinco anos. Seu progenitor perdera o siso em seus últimos anos de vida»

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O amigo da rainha
«(…) Os rapazes partiram e dois deles tiveram coragem suficiente para ir até à casa de Matilde, que ficava na Rua do Postigo, por detrás da Igreja de Santa Maria Madalena e já perto da muralha. Entretanto, Antónia passou pela antiga Porta da Graça e regressou a sua casa, que ficava dentro da cerca velha; entrou em casa e pediu um copo de água à criada. Sentou-se numa cadeira na sua câmara, próximo do oratório. Tomai, senhora, está fresquinha, e com um pedacinho de açúcar e um cheirinho a canela, como é de vosso gosto. Obrigada. Não ides à missa? Não. Estou cansada e com minha idade Deus Nosso Senhor deve perdoar-me uma reza a menos. Quereis que reze aqui com vossa senhoria? Não estou com cabeça para orações. Preciso de sossego. A criada estranhou. mas obedeceu e deixou sua ama sozinha. Antónia fechou os olhos. Sentiu saudades. Em sua viuvez carregava todos os dias a tristeza de lhe faltar Álvaro, o seu grande amor, com quem pudera viver mais de trinta anos, até que a peste o levara, ia para quinze anos. Mas o toque dos sinos e a notícia dada por Jaime tinham-lhe recordado o outro homem bom que ela conhecera em sua vida, o seu marido, o nobre Vasco Melo, o amigo secreto da rainha dona Joana de Castela.
Antónia Sousa nascera em Moura, no ano de 1485. Filha única coubera-lhe a herança do morgado do pai, quando este falecera; tinha então vinte e cinco anos. Seu progenitor perdera o siso em seus últimos anos de vida e não se preocupara com a continuidade da casa, mas Antónia acautelara os seus interesses, o que não fora fácil e requerera um ardil próprio de quem ama loucamente e que, ao mesmo tempo, dispõe de uma amizade extraordinária. Ela apaixonara-se por um plebeu: Álvaro Pires, natural da Amareleja, filho de um taberneiro, cinco anos mais velho, coxeava por causa de um aleijão que ganhara na guerra em África. Não era bonito e era pobre, mas o mundo transformava-se quando estava com ela. Amavam-se em segredo, com enorme discrição, mas era uma paixão proibida. E com o envelhecimento e o desatino do pai, el-rei preparava-se para intervir, dando-lhe noivo de condição adequada, que se tornaria, de facto, no novo senhor do morgadio. Pelos anos de 1508 e 1509 ela desesperara, mas não desistira.
Passara sua infância na corte ducal, em Beja, nos tempos em que el-rei João II se sentava no trono de Portugal; a pequenita fizera amizade com alguns dos cavaleiros do senhor Manuel, particularmente com um, quinze anos mais velho, Vasco Melo era conhecido de todos pelos seus trejeitos incríveis e era um brincalhão. Ao contrário da maior parte dos seus a, entretinha-se com as crianças; fazia-lhes caretas, exagerava os tiques, contava-lhes histórias extraordinárias sobre os mouros de África e os negros da Guiné. Vasco ganhara uma particular afeição por Antónia, depois de o destino o ter tornado o seu salvador em vários apertos: ajudara-a a descer de uma árvore a que ela só soubera trepar; livrara-a de um cão façanhudo a que ela pisara a cauda inadvertidamente; estancara-lhe o sangue que escorria pela perna depois de se ter embrenhado num silvado; e pusera a correr um fidalgote estúpido que assediava sua honra. Pouco depois da morte do príncipe Afonso, Vasco partira, e só reaparecera passados dois anos: ela crescera entretanto, mas ele não a esquecera, e no primeiro encontro ofereceu-lhe uma imagem de Santa Clara que lhe trouxera de presente de Itália. Com a subida ao trono de Manuel I, Vasco ganhara uma vida errática, mas sempre que se cruzava com a Antoninha tinha um mimo para sua amiga». In João Paulo Oliveira Costa, Círculo de Leitores, Temas e Debates, 2012, 978-989-644-184-5.

Cortesia de CL/TDebates/JDACT

quinta-feira, 29 de outubro de 2015

As vésperas esquecidas. Maria I. Barreno. «Bárbara ouvia, pensava que o marido exagerava, mas logo via a sombra do medo à volta dele, não há palavras para enxotar este medo, concluía, arrumava a cozinha, deitava-se»

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«(…) Como os discos voadores; ou podia ser que não existissem espíritos esvoaçantes, ou que, mesmo existindo, estivessem num mundo completamente fora do nosso alcance, o mundo para além da morte para onde íamos todos, e podia ser que as nuvens de orações e a graça dos milagres fossem forças tão naturais como as das chuvas e ventos. Alguma coisa terá que mudar isto, pensava. E continuava a sacudir almofadas, a manter o mundo. O marido sofria de insónias, principalmente quando se aproximava o fim do mês e os trabalhos de fecho de contas, muita responsabilidade, dizia, muita, muita, e se me engano, em cinquenta escudos que sejam, terei que os pôr do meu bolso, e sei lá que dúvidas irão nascer na cabeça do chefe, dos patrões, eles são capazes de desconfiar de tudo, até da sombra deles, quem não tem a consciência tranquila é assim, eles lá sabem o que os remói, cá para mim é o medo, o medo, e à conta do medo nunca se sabe do que são capazes, quem sabe se não iriam denunciar, se não denunciaram já um empregado à Pide por enganos de cinquenta escudos ou menos, podem logo pensar que é insubordinação ou subversão política. Bárbara ouvia, pensava que o marido exagerava, mas logo via a sombra do medo à volta dele, não há palavras para enxotar este medo, concluía, arrumava a cozinha, deitava-se. Na noite de 24 de Abril de 1974 andava ele para cá e para lá na casa, matutando e resmungando estes pensamentos. Sentava-se numa poltrona, cochilava um pouco, acordava em sobressalto, punha o rádio para se entreter, para ter uma companhia na noite, uma voz amiga, como dizia o locutor e ele encolhia os ombros mas aceitava, no meio do escuro, da solidão e do medo qualquer voz é amiga. Foi assim que ouviu o comunicado. Ou que não ouviu, o começo. Sobressaltou-se: um golpe do exército? O que foi que disseram? Aproximou-se do rádio, baixou o som, não fosse o diabo tecê-las, pôs-se à escuta com o ouvido quase encostado ao aparelho. Com o nervoso parecia-lhe que o locutor gaguejava, era o ouvido dele que gaguejava, se assim se pode dizer: as forças armadas estão a tomar conta da situação, rádios e aeroporto ocupados, pede-se calma à população, que se mantenham em suas casas e aguardem. Bárbara, Bárbara, ofegou ele junto à cama, não porque a casa fosse grande e ele tivesse corrido muito da sala até ali, mas a emoção, outro medo, outra esperança, diferentes do habitual, atabalhoava-lhe a respiração. Bárbara estremunhou e nesse entre cá e lá sonhou-pensou que finalmente chegava o apaixonado fogoso que lhe tinham anunciado nos livros. A paixão ardente sacudia-a. Mas os sacões continuaram, acorda, acorda Bárbara, dizia o marido, houve uma revolta do exército, mas eles não dizem se é da direita se é da esquerda, imagina que são aqueles doidos mais à direita do Marcelo, os generais velhos que têm andando por aí a conspirar e a suspirar pelos tempos do Salazar. Bárbara acordou. Nada ouviu, só silêncio. Mas sentiu. Sentiu o salto de alegria que se erguia em toda a cidade. Os homens, os soldados e os capitães tinham deixado as mortes e as sombras de onde só se ouviam cochichos, tinham deixado o tal mundo oculto onde os homens buscavam uma liberdade incerta só para si, tinham saído para a luz, tinham transformado a guerra, as rapaziadas, as arruaças, numa decisão, numa revolta, enfim. Sorriu: já não era a esperança, era a certeza. Obrigada, Virgem, por este mundo mais suave e luminoso. Saltou da cama, começou a vestir-se, vamos para a rua, vamos ver Não, disse o marido, eles recomendam-nos que fiquemos em casa, e nem sabemos do que se trata, prà rua como, imagina que isto é golpe dos extremistas e eles se lembram de prender todos os que apanharem na rua. Bárbara continuava a vestir-se, se quiserem prender-nos podem vir cá a casa. Para isso era preciso um propósito, uma denúncia, a polícia não tem nada contra nós, aqui nunca se lembrará de vir, mas os que andam na rua, os que caem sob o olhar de qualquer horda de fanáticos estarão em grave perigo, é a isso que se chama execuções sumárias». In Maria Isabel Barreno, As Vésperas Esquecidas, Editorial Caminho, Lisboa, 1999, ISBN 972-211-248-1.

Cortesia ECaminho/JDACT

As vésperas esquecidas. Maria I Barreno. «O seu letrado pai orgulhava-se não só de ser anticlerical, o que era bastante comum na vila do Sul onde nascera, mas também de ser anti-idólatra, iconoclasta»

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«(…) O marido de Bárbara, que levara dez penosos anos a ultrapassar as habilitações literárias da esposa, vivera essa indevida inferioridade literária disfarçando-a penosamente. Não era que fosse machista, jurara-o ao sogro na conversa pré-nupcial, repetia-o frequentemente à mulher, mas não é por acaso que se acha que o esposo deve em tudo ser superior à respectiva consorte, incluindo na idade e na altura, se não como poderá ele fazer-se respeitar como chefe de família? Convicto destes princípios, procurava manter em casa o que considerava um necessário equilíbrio de supremacia masculina. Ralhava severamente com o filho pelas suas noitadas fora e faltas às aulas, mas no quarto, junto da esposa, após o coitus interruptus da praxe, era então que Bárbara mais se lembrava das suas paixões desiludidas, perdidas: onde estavam os beijos ardentes que punham as mulheres ofegantes e prontas à rendição na cama?, sorria das rapaziadas do filho com orgulho e comentava que com os homens era assim, cresciam mais penosamente porque tinham uma necessidade de se afirmarem, de procurarem a liberdade, necessidade que as mulheres não tinham. Bárbara não via bem qual era essa liberdade, sabia que não havia liberdades nenhumas no país em que vivia, sentia o medo à sua volta, nos dias em que estava mais enervada chegava a vê-lo como uma sombra que rodeava as pessoas, achava que os homens gastavam tolamente as forças que tinham, insistia com o filho para que se alimentasse bem. Verdade seja dira que as liberdades conjugais que o marido praticava não eram muitas: um jantar por ano com os colegas do serviço, e fora isso mais nada, que era um homem caseiro. Não costumava ir ao café. Aí é que estão os bufos todos, comentava. Está cheio deles. Fingem que estão a ler o jornal, ouvem tudo, denunciam. Nem que sejam coisas ditas na brincadeira, anedotas. Conheço vários que se desgraçaram por andar aí nos cafés a dar à língua, a fazerem-se de engraçados. Esses espiões de mer… têm que apresentar serviço para justificar o que ganham; devem ser pagos à comissão, um tanto por denúncia. Bárbara cozinhava, limpava, lavava, passava a ferro. Punha em ordem um universo maior, agora que habitava em Lisboa. As compras, as idas à rua, às quais a obrigava a lida da casa, pareciam-lhe um gesto disciplinador do ferver urbano, o tecer de conscienciosa teia que mantinha o seu mundo anichado, fechado, mas defendido, no bulício citadino. Às vezes pensava no pai, que já morrera, e pensava que lhe traíra as esperanças. Emocionava-se, chorava um pouco; começava a preparar o jantar, cozinhava com devoção e sentia que a sua própria esperança não morrera, só que não tinha onde a colocar, a não ser no esmero caseiro, no apuramento dos refogados e nos temperos. Chegou o momento em que a ameaça de ir à tropa começou a rondar o filho, a aproximar-se dele a passos largos e inexoráveis. A tropa era fatalmente aquela guerra lá longe, no meio de selvas e mosquitos, crocodilos e cobras venenosas. Bárbara, que herdara do lado da mãe algumas crenças religiosas, passou a rezar muito. Não ia à igreja nem punha velas em altares de santos. O seu letrado pai orgulhava-se não só de ser anticlerical, o que era bastante comum na vila do Sul onde nascera, mas também de ser anti-idólatra, iconoclasta. Bárbara habituara-se à ausência de imagens e de ritos, orava de pano de pó na mão, ou enquanto fazia a cama, ou cozinhava. Virgem Maria, protege o meu menino. Sabia que deveria rezar a Deus, era Ele quem mandava em tudo, quem criara tudo, mas achava-O muito distante, muito incompreensível, muito parecido com os homens. A Virgem era mãe como as outras mulheres, exceptuando aquela parte de não se ter deitado nunca com homem algum, de ter tido um filho por arranjo directo com Deus, o que Bárbara considerava com alguma inveja e secreto orgulho. Uma mulher que escapara à poluição geral do género humano e aos escravizantes processos biológicos das mulheres. Que tivera um marido casto, sem paixões, mas sem coitus interruptus; sem prazeres, mas sem promessas. Que o mundo seja mais suave, mais luminoso, pedia à Virgem enquanto limpava os vidros; que acabe a pobreza e a inveja, pedia quando cozinhava; que acabem as guerras, sussurrava no meio do ruído do aspirador; que o meu filho não vá à tropa, concluía no fim de cada dia, repetia em cada manhã. Aquela permanente conversa com a Virgem fazia-lhe bem. Entretinha-a, dava-lhe um lugar mais alto para a esperança, um lugar onde os seus gestos quotidianos, repetitivos, tinham maior sentido. Se a Virgem existia, ou se fora aquela a sua verdadeira história, não era assunto em que lhe interessasse meditar. Sentia que algures se adensam os pedidos, as orações e os pensamentos, como em nuvens se acumula a água da Terra evaporada. Sabia-o, adivinhava-o. Olhava o céu e suspirava. Da herança religiosa materna vinham-lhe também os anjos da guarda. Podia ser que sim, que andassem por aí a esvoaçar sendo raramente vistos». In Maria Isabel Barreno, As Vésperas Esquecidas, Editorial Caminho, Lisboa, 1999, ISBN 972-211-248-1.

Cortesia ECaminho/JDACT             

As vésperas esquecidas. Maria I Barreno. «O pai ficou um tanto alarmado, chegou a ter uma conversa séria com o futuro genro, de homem para homem. De nada serviu. Bárbara casou, recolheu ao lar para ser rainha»

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«Bárbara cozinhava, limpava, lavava, passava a ferro. Sentia frequentemente um aperto no coração, uma solidão, uma nostalgia, nem ela sabia de quê, principalmente no princípio das tardes, quando o tempo parece quase parar numa dormência de sesta. Tinha tendências emotivas, hormonais até corava, chorava e ria com facilidade, comovia-se com a pobreza, com a infância, com a invalidez, com as guerras, enfim, com o mundo. Devia o seu estranho nome a um pai amante de Camões e de palavras cruzadas. Por outros detalhes genealógicos que não serão aqui recordados, para não alongar indefinidamente este relato com as suas muitas raízes no tempo, este é o primeiro ponto difícil de todas as histórias, entretecidas sempre com tantas outras coisas, como decidir-lhes o limiar definitivo, o começo que se convenciona, o pai fizera o segundo ano do liceu. Era o homem com mais habilitações literárias na pequena vila onde nascera e onde exercia as funções de escriturário de terceira na repartição de finanças, e era considerado por todos os seus conterrâneos como um letrado. A reputação que ganhara conduziu-o à firme convicção de que teria de a afirmar em todos os actos da sua vida, num crescendo de vigor e perfeição. Mandara a filha estudar até ao quinto ano do liceu, e contribuíra activamente para lhe arranjar um emprego. Bárbara trabalhara cinco anos na repartição de finanças como escriturária de primeira, mais habilitada e hierarquicamente superior ao seu pai. Encorajada por ele, lia o que podia: primeiro esgotou o património paterno, uma biblioteca de vinte livros guardados num baú, depois os livros que comprava com as economias do seu salário. Mais ou menos de três em três meses guardava uma tarde de sábado: metia-se na camioneta, ia à capital de distrito, visitava a única livraria aí existente. A população da pequena vila fazia ahs e ohs. Ao fim desses anos de pioneirismo feminino nas actividades financeiras locais, Bárbara apaixonou-se muito. O pai ficou um tanto alarmado, chegou a ter uma conversa séria com o futuro genro, de homem para homem. De nada serviu. Bárbara casou, recolheu ao lar para ser rainha. E passou a cozinhar, limpar lavar, passar a ferro quotidianamente; a manter em ordem o seu universo. O seu esposo trabalhava na pequena agência de um banco. Entrara como paquete, com a terceira classe, trabalhara e estudara de noite, fora promovido. Quando casou com Bárbara tinha o segundo ano do liceu, e decidira que tinha de fazer o sétimo. Pediu e conseguiu transferência para a capital do distrito, depois para Lisboa. Bárbara continuara a ler não tanto; e, sem reparar, baixara o nível qualitativo, já heterogéneo, das suas leituras. Os clássicos foram-se tornando raros e depois ausentes, da literatura actual lia uma grande percentagem de romancecos cor-de-rosa. Falta acrescentar o nascimento de um filho, um único pois o marido queria fazer do filho um doutor e achava que não tinham meios nem posses para decentemente criarem mais do que um. Bárbara ainda murmurara, numa noite de amores mais fogosos, que gostaria de ter dois, agora uma menina, mas o marido cumprira escrupulosamente o seu coitus interruptus e a conversa de bidescendência ficara por ali. Bárbara considerara que todas as paixões são ilusórias, coisas que se inventam para se porem nos livros e se convencerem as raparigas novas, para as levar ao casamento que é necessário à sociedade. E assim estamos quase no princípio desta história, com Bárbara afincada nas suas tarefas domésticas, com as emoções e as hormonas à flor da pele, com nostalgias incertas, e o marido no banco. O filho, criado a grandes doses de mimo materno, e também com larga porção de indulgência paterna, diga-se em abono da verdade, revelara-se mais preguiçoso do que o esperado. Chumbara alguns anos, estava com dezanove e ainda não acabara o liceu». In Maria Isabel Barreno, As Vésperas Esquecidas, Editorial Caminho, Lisboa, 1999, ISBN 972-211-248-1.

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